De lunes a viernes los voluntarios la Fundación Si se acercan al famoso triangulito de Ramos Mejía para compartir un té o una sopa con las personas que están en situación de calle

El escrito uruguayo, Eduardo Galeano, dice que: «Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo». El mundo, o al menos el de las personas vulnerables, cambia cuando nos ve llegar cargados con nuestras bolsas que contienen en su interior las sopas, los mate cocido y el azúcar, debajo de los brazos o en las mochilas traemos los termos de agua caliente o de jugo.

La cita son todos los días a partir de las 20 en la intersección de la Avenida Rivadavia y la Avenida de Mayo, en Ramos Mejía. No importa el clima, sea verano o inviernos, siempre estamos allí, al pie del cañón.

A medida que empezamos a llegar, comenzamos a prepararse las primeras infusiones calientes o frías, todo depende de la estación del año en la que estemos, y lo más importante los saludos cargados de abrazos y miradas a los ojos.

Jamás falta el «Qué pasa con la panadera» que suelta José cada viernes cuando me ve llegar. «Qué onda con la sopa no llega más», reclama el Tano cabrón cuando nos demoramos un poquito. Es que a veces entre el trabajo y los compromisos llegamos tarde.

Después de servirle a cada uno su bebida preferida, como el mate cocido lleno de azúcar que toma «Chiquito», iniciamos las primeras conversaciones entre nosotros. Si nosotros, porque nada nos diferencia, todos somos personas y nos gusta hablar y hacer amistades.

Se acercan las 21 y llega la ansiada comida a manos de distintas organizaciones que se acercan al “triangulito”. Comenzamos a guardar los tapers en las mochilas y viendo dónde cargar más agua caliente para seguir con la recorrida nocturna. «En la pizzería de enfrente nos van a dar y no nos cobran» dice alguno.

Nuestra coordinadora organiza cómo va hacer la noche y a quienes vamos a ir a visitar. Una vez cargado todo en los autos, se aprieta el acelerador y a continuar con la velada. Llegamos a la Estación de Ingeniero Brian, en realidad a unas cuadras, y nos espera Marcela, Claudio y Oso, su perro.

Recuerdo que la primera vez que los visitamos, Oso no paraba de ladrarnos y ahora es el primero en saludarnos moviendo su cola. Igual a veces no lo encontramos porque según su dueña, Marce, esta noviando por las calles matanceras.

Como en cualquier casa cuando llegan visitas nos sentamos y compartimos con ellos una sopita y mientras nuestros cuerpos se calientan con la bebida, los oídos están atentos a las extensas anécdotas. El tiempo vuela cuando estamos juntos y sin darnos cuenta ya son las 22 pasaditas. Nuevamente, a guardar todo y seguir.

Última parada, San Justo. Partimos desde el Burger King hasta la Plaza. Caminamos sobre Arieta con los ternos y si tenemos suerte con alguna bolsa de pan y facturas que nos donan. Son las últimas conversaciones nocturnas, en donde lo que vale es la mirada y el oído dispuesto a escuchar cualquier relato.

Volvemos hacia el Clio y como dice el dicho «Taza, taza cada uno a su casa». Vamos bajando del auto a medida que llegamos a nuestro destino y será hasta la próxima recorrida.

Construir un vínculo

El primer viernes que «salí de reco» recuerdo las palabras de mi coordinadora Yanina explicándome cómo se manejaban y destacando que siempre la bebida que damos es la excusa perfecta para construir un vínculo con el otro, aquel otro igual a mí, pero son vivencias distintas.

Y así fue, cada viernes que pasaba logré generar una amistad con cada una de las personas que nos encontramos. Tengo que admitir que a veces conversó más con alguno que con otro, pero las relaciones son así, tenemos más afinidad y confianza con ciertas personas.

Hace un año soy parte del proyecto de recorridas nocturnas que lleva adelante la Fundación Si a lo largo y ancho del país y cada «reco» que pasa, confirmo más que el vínculo y los abrazos son lo más importarte que le puedo dar al otro.

Junto con mis compañeros y amigos viví situaciones que jamás pensé que iba a atravesar y pude acompañar a las personas en grandes cambios en su vida. Como a Luis cuando logró terminar el secundario a los 63 años a fines del año pasado.

También, me tocó despedir de este mundo a Carlos, ese hombre con su barba blanca que nos esperaba a todos para contarnos sus andanzas por la Argentina y siempre cerraba sus anécdotas con su frase de cabecera: “La vida”.

Con él terminé de entender que el vínculo realmente existe y se construye noche tras noche. Me quedó tranquila porque sé que falleció sabiendo que había muchas personas que lo van a guardar en sus pensamientos y en su corazón. Don Carlos, te extrañamos.

Sé que mi pequeña acción en cada recorrida no va a transformar el mundo, pero si todos lo hacemos podemos cambiar por un instante la realidad de una persona que se encuentra en situación de calle o de vulnerabilidad porque ellos realmente valoran el tiempo compartido junto y el abrazo de amistad.